Si siempre viajé solo, y siempre vos fuiste mi faro

DSC00032Fueron un verdadero lujo y placer los diez días que pasé en Mallorca gracias a la hospitalidad de Beto y Carola y la amable de invitación de Cielo para pasar unos días en La Isla. El turismo en las Baleares es eminentemente extranjero y europeo; creo no equivocarme en mi percepción de que los españoles también gustan de la playa, pero de la mediterránea. Dicho esto, figúrense a las sudacas yirando por las playas y calas mallorquinas, repito, gozando de un auténtico privilegio.

La Isla (creo yo que todas las islas) es un mundo aparte. Topográficamente alucinante, con valles y elevaciones bañadas por el Mediterráneo que todo lo invade a la menor oportunidad. La ciudad cabecera (Palma de Mallorca) es una urbe moderna, prolija y de dimensiones considerables. El centro histórico está muy bien conservado y el trayecto culmina en la contemplación de una joya de la arquitectura: la Catedral de Mallorca, en la que intervino ni más ni menos que el mismo genio que “edificó” media Barcelona: Antonio Gaudí. Nuevamente sentí esa mágica inquietud por contemplarla desde todo ángulo y perspectiva para desvelar cada pico y punta, cada detalle. Es una sensación regocijante que no todos los lugares me han despertado por más emblemáticos que sean, pero que “los Gaudí” desatan invariablemente en mí. Frente a la Catedral, el paseo marítimo y el puerto también son dignos de contemplar y admirar.

El pueblo en el que nos alojamos, a unos treinta y cinco minutos de Palma, se llama Soller y es un paraje alucinante y escondido, cuyo acceso a través de un túnel de tres kilómetros por dentro de la montaña misma vaticina la mística del lugar. Parece estar detenido en el tiempo, con una arquitectura idéntica y uniforme en colores verde y arena, con pasajes angostos y casas bajas y de piedra, con frentes austeros. Soller tiene su propio puerto a unos tres kilómetros, donde vi los atardeceres más lindos de la historia y degusté la exquisita gastronomía sollerica, pasando por los típicos platos de mariscos en el restaurante Lua, hasta los nachos con queso y las pizzas multivariedad de Domenico (sí chicos, de todo lo que nos privamos en cinco meses nos pusimos más que al día en La Isla).

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El atractivo principal: sus playas, que despuntan indistintamente del punto cardinal en que uno se encuentre (espectáculo tan raro como estimulante, propio de un pedacito solitario de tierra como es una isla). Agua caliente, trasparente, celeste, limpia; acantilados naturales y peces por doquier; poco y nada de urbanizaciones en las inmediaciones y tantos topless como libros en todas las lenguas y géneros, las claves de las platjas y calas (que son las más pequeñitas, alejadas y vírgenes). En Mallorca hay cerca del doscientas calas y es difícil encontrar a un isleño que las conozca todas aunque viva desde siempre en la La Isla.

kapriccUna estadía prolongada en La Isla nos permitió vivir situaciones diversas y poco esperadas, algunas ya comentadas: recorrimos y dormimos en un crucero de primer nivel, anduvimos en tranvía, festejamos la noche de San Juan a la usanza mallorquina, dimos una entrevista para la televisión autonómica explicando cómo hacer y beber un mate y hasta fuimos celadas sin motivo (…). En definitiva, Mallorca fue otra parada de este viaje sin igual que dejé atrás, con nostalgia por los buenos momentos vividos pero feliz porque todo sigue sobre rieles, los mismos que en breve me conducirán de vuelta a mi hogar.

Pero antes, la última parada: Costa del Sol 😉